Es un gran honor y un privilegio estar hoy aquí con ustedes. Antes que nada, quisiera agradecerles por la importante labor que llevan a cabo en todo el mundo. Hacemos buena parte de ese trabajo juntos y sé que hablo por todos los integrantes del Grupo del Banco Mundial cuando les doy las gracias por ser tan buenos socios en la lucha contra la pobreza, la falta de acceso a servicios de salud, los desastres naturales y muchos otros problemas que tanto nos preocupan. Deseo agradecer especialmente a Helene por haberme invitado. Con ella hemos trabajado durante años, de manera intensa en la época del movimiento de lucha contra el sida y más recientemente —hace solo una semana—, cuando integramos un grupo amplio de representantes de la sociedad civil en el que se discutió la creación de un movimiento para poner fin a la pobreza. Helene, tu liderazgo inspirador en tantos ámbitos ha sido una bendición para todos nosotros y para los pobres. Me siento honrado de estar aquí contigo.
Se acerca el Día Internacional de la Mujer y es importante celebrar los aspectos en que ha mejorado el mundo para las mujeres y las niñas. En muchos países, las tasas de matrícula de niñas y niños en la escuela primaria y secundaria son iguales. En promedio, las mujeres viven más y son más sanas que antes. La mayoría de los responsables de las políticas está de acuerdo en que ningún país puede salir de la pobreza o aprovechar su potencial cuando la mitad de sus ciudadanos no tiene los mismos derechos y oportunidades que la otra mitad.
Muchas cuestiones sobre desarrollo nos obligan a enfrentar decisiones difíciles. Los países en desarrollo necesitan energía, pero ¿a qué precio para nuestro medio ambiente? Muchas de las personas más pobres del mundo viven en países donde impera la corrupción. ¿Cómo los ayudamos sin llenar, al mismo tiempo, los bolsillos de un régimen que actúa en beneficio propio? En medio de esta compleja situación, la buena noticia es que la igualdad de género no implica hacer concesiones; solo aporta beneficios. Y los beneficios llegan a todos, no solo a las mujeres y las niñas. Se benefician las sociedades y, a medida que los hombres también se dan cuenta de ello, se benefician incluso las economías.
Esa es una gran noticia para todos nosotros. Los gobernadores del Grupo del Banco Mundial han establecido objetivos ambiciosos con el propósito de poner fin a la pobreza extrema para 2030 e impulsar la prosperidad compartida del 40 % más pobre de la población de los países en desarrollo. Si queremos alcanzar esos objetivos, una parte central de nuestra labor debe ser invertir inteligentemente en las necesidades de las mujeres y las niñas. Pero incluso con el progreso constante que hemos observado en las últimas décadas, uno de nuestros mayores desafíos de hoy es evitar caer en la autocomplacencia. No podemos quedarnos tranquilos; todavía no.
Debemos recuperar el sentido de la urgencia y comprender mejor los obstáculos que quedan por superar. Cuando se trata de mejorar las vidas de mujeres y niñas, aparecen los puntos ciegos. Eso no quiere decir que no veamos el problema claramente, sino que a veces pasamos por alto algo que tenemos justo en frente, en especial cuando estamos demasiado cerca. Nuestros cerebros están preparados para rellenar automáticamente esos puntos ciegos, de modo de ver una imagen completa. Pero la imagen no está completa; tenemos muchísimo por hacer.
Por ejemplo, hemos logrado avances impresionantes en lo que respecta al acceso universal a la educación, pero lo que no alcanzamos a ver es que las niñas pobres —las más vulnerables— están quedando rezagadas.
Es cierto que la disparidad de género en la educación se ha reducido. Dos tercios de los países del mundo han alcanzado la igualdad de género en la matrícula primaria y, en más de un tercio de ellos, las niñas superan considerablemente en número a los niños en la educación secundaria. Además, estos avances han sido rápidos: en la educación primaria, por ejemplo, Marruecos alcanzó en algo más de una década lo que a Estados Unidos le llevó cuatro décadas.
Pero la situación es mucho peor para las niñas pobres. Si bien las hijas de familias de mejor posición de países como India y Pakistán pueden matricularse en la escuela junto con los varones de su edad, del 20 % de niños más pobres, las mujeres reciben en promedio cinco años menos de educación que los varones. En Níger, donde 1 de cada 2 niñas asiste a la escuela primaria, apenas 1 de cada 10 va a la escuela intermedia y, sorprendentemente, solo 1 de cada 50 llega a la escuela secundaria. Eso es indignante.
Esta cuestión me lleva a un segundo punto ciego. Incluso aunque las niñas de algunos países reciban más educación, esta no se traduce en oportunidades laborales.
Analicemos, por ejemplo, la situación en Oriente Medio y Norte de África. En promedio, solo 1 de cada 4 mujeres integra la fuerza laboral. La tasa de aumento ha estado congelada —menos del 0,2 % anual— durante los últimos 30 años. A este ritmo, la región necesitará 150 años para alcanzar el promedio mundial actual.
En un estudio del año pasado se demostró que la baja participación económica de las mujeres genera pérdidas de ingreso del 27 % en Oriente Medio y Norte de África. En el mismo estudio se calcula que si se aumentara el empleo y las posibilidades de participación empresarial de las mujeres hasta alcanzar los niveles de los hombres, se podría mejorar el ingreso promedio un 19 % en Asia meridional y un 14 % en América Latina.
En América Latina se vislumbra una promesa para el futuro. Allí, el aumento de la educación y la caída de las tasas de fecundidad han ampliado las oportunidades económicas de las mujeres. Esta mayor intervención de las mujeres en la actividad económica se ha traducido en una reducción de la pobreza de aproximadamente un 30 % y ha ayudado a proteger a sus grupos familiares de las crisis financieras recientes.
Por último, el mayor punto ciego probablemente sea la incapacidad de ver que no importa si educamos a las niñas o tratamos de crear empleos para ellas cuando no están seguras en sus propios hogares.
Una cruda realidad de nuestro mundo es la violencia ejercida contra las mujeres durante las guerras y los conflictos. Es un problema inaceptable de proporciones epidémicas que está relativamente bien documentado. Pero la violencia de la que no hablamos lo suficiente es la violencia doméstica.
En general, la forma de violencia que más padecen las mujeres es la que les infligen sus esposos, novios o parejas. En todo el mundo, casi un tercio de las mujeres que han estado en una relación sufrió esta clase de violencia. Eso también es indignante.
Uno de los motivos por los que esa violencia doméstica ha sido un enorme punto ciego es que mucha gente la considera un asunto privado. Yo diría que la violencia doméstica es una cuestión pública y que todos los que trabajamos en pos del desarrollo debemos considerarla un desafío central.
Cuando se insiste en no prestar la suficiente atención al problema de la violencia doméstica, las mujeres sienten que valen menos y tienen menos poder que los hombres. Esto les resta capacidad para tomar decisiones y actuar en consecuencia de forma independiente, y repercute no solo en ellas, sino también en sus familias, sus comunidades y sus economías.
Las estimaciones conservadoras de la pérdida de productividad generada por la violencia doméstica son comparables a lo que la mayoría de los Gobiernos gasta en educación primaria.
En mi opinión, la justificación económica para dar a las mujeres y las niñas las mismas oportunidades que a los hombres y los niños es más que evidente. El año pasado, el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, se manifestó a favor del concepto de “economía de la mujer” (womenomics), según el cual el avance de la mujer en la sociedad permite mejorar la productividad, dado que se puede contratar a las personas más capacitadas, independientemente del género. Pero, por más irrefutable que sea, una justificación económica sólida, basada en datos concretos, no altera necesariamente la manera de pensar ni de sentir de las personas para las que la desigualdad de género se justifica por tratarse de una “norma cultural”.
Como antropólogo, considero que las normas culturales son construcciones sociales cuestionables, que están enmarcadas en relaciones de poder desiguales y, en última instancia, pueden modificarse. Pero en muchas sociedades las normas culturales pueden volverse un obstáculo para las mujeres y las niñas que comienzan a abrirse paso. Aunque a las niñas se les enseñe a multiplicar en las clases de matemática, son los maestros y, lo que es aún peor, sus madres y sus parientes mujeres, quienes se encargan de enseñarles a limitar sus aspiraciones. Como resultado, muchas mujeres pasan a integrar un pequeño círculo de empleos que, aunque resultan más accesibles, ofrecen menor estabilidad y sueldos más bajos. En una proporción abrumadora, son las niñas y las mujeres quienes, sin percibir remuneración alguna, se encargan de los familiares que necesitan cuidados, situación que las condena a una vejez pobre.
Lo peor de todo es que las normas culturales pueden convertirse en discriminación institucionalizada.
En 128 países, las oportunidades económicas de las mujeres se ven limitadas por diferencias de trato previstas en la legislación. Esto incluye leyes que no permiten a la mujer obtener un documento de identidad en forma independiente, poseer ni utilizar bienes, acceder al crédito, ni conseguir empleo. En 15 países, el hombre puede incluso impedir que su esposa trabaje. Las normas culturales pueden arraigarse profundamente, pero, a partir de una gran cantidad de evidencia de todo el mundo, sabemos que las costumbres y las actitudes pueden cambiar, a veces con rapidez.
Un buen ejemplo es la preferencia por el hijo varón. En los países donde los padres muestran una fuerte preferencia por los hijos varones, se registran alrededor de 1,5 millones menos de nacimientos de niñas al año de lo que los demógrafos preverían. Pero tomemos por caso a Corea del Sur. Si bien en la década de 1990 la relación entre los nacimientos de niños y de niñas en el país era una de las peores del mundo —nacían más de 116 varones por cada 100 mujeres—, hoy en día prácticamente se ha normalizado.
¿Cuáles son nuestros próximos pasos? ¿Cuál es el plan a seguir? Claramente, necesitamos abordar nuestros puntos ciegos. Debemos prestar más atención a las principales limitaciones de las mujeres y las niñas que están justo frente a nuestros ojos.
La semana pasada me pronuncié en contra de la implementación de leyes draconianas contra gays y lesbianas en 83 países en los que la homosexualidad se ha declarado ilegal. La discriminación institucionalizada en todas sus formas es mala tanto para las personas como para las sociedades. La discriminación contra la mujer, los gays y las lesbianas, las minorías, las personas de color y los pueblos indígenas no solo es moralmente incorrecta, sino que además perjudica a las economías. En una época en que los países buscan maneras de impulsar su crecimiento económico en este mundo competitivo, implacable e interconectado, sus políticas en materia de discriminación les impiden avanzar. El prejuicio aniquila la esperanza y los beneficios. El prejuicio destruye las promesas y las oportunidades económicas para algunas de las personas potencialmente más productivas del planeta.
No podemos permitir que esto continúe. Debemos buscar formas de enfrentar la discriminación donde la veamos y en la forma en que se manifieste. En particular, debemos seguir impulsando el movimiento en favor de la igualdad para la mitad de las personas del planeta, para todas las mujeres y niñas, un movimiento que va de la mano del movimiento que busca poner fin a la pobreza. Como Helene y yo, y muchos de los aquí presentes, sabemos, los movimientos sociales pueden cambiar el mundo. Pero también necesitamos un plan y debemos comprometernos a obtener resultados muy específicos con plazos muy específicos. Estamos plenamente comprometidos a elaborar ese plan con todos ustedes y debemos asumir el compromiso aún mayor de rendir cuentas por los avances reales que sabemos que podemos y debemos lograr.
En octubre pasado tuve el gran privilegio de recibir en el Banco Mundial a Malala Yousafzai, una adolescente paquistaní extraordinaria, un año después de que recibió un disparo en la cara por defender públicamente la educación de las niñas. Esta joven convocó a las multitudes más grandes que he visto en el Banco Mundial. Fue a verla más gente de la que había ido a ver a Bono. ¡Además, Malala era más divertida!
Durante la conversación que mantuvimos, Malala me contó cómo había iniciado un movimiento en torno a la educación para las niñas en Pakistán, que luego se extendió a todo el mundo.
Dijo textualmente: “Antes que nada, creo en el poder de la voz de la mujer. Además creo que, trabajando juntos, podemos alcanzar más fácilmente nuestro objetivo. Cuando estaba en Swat, solo unos pocos de nosotros hablábamos, pero aun así nuestra voz generó un impacto. Y ahora, no solo yo, sino millones de niñas están alzando la voz y están hablando. Por eso creo que con nuestra voz, agitando la bandera de la libertad de expresión, podemos lograr nuestros objetivos lo antes posible”.
Si se les da la oportunidad, las mujeres y las niñas pueden ser las mejores defensoras de su propia causa. Debemos escuchar sus voces. Debemos incorporar a más hombres y niños al movimiento en favor de la igualdad de género. Además, debemos lograr que resulte cada vez más difícil invocar la cultura o la religión para justificar la opresión o la crueldad humana. Para muchos de los aquí presentes que gozan de muchos privilegios y comodidades, ¿qué significaría enfrentar la opresión y la crueldad vinculadas al género con la misma valentía que Malala mostró frente al talibán armado? Si podemos incluso comenzar a actuar juntos con esa misma determinación —dada la evidencia con la que contamos sobre el rol de la mujer—, el mundo será un lugar más pacífico, más próspero y más justo, y estará a la altura de las madres que nos dieron a luz.
Muchas gracias.