Vyegwa, Burundi — La caminata de tres kilómetros al dispensario de salud Kigarama parece desalentadora incluso para quienes no tienen que dar a luz un bebé. El sinuoso camino de tierra rojiza no es fácil de transitar, y atraviesa verdes colinas con árboles de plátano y café. A las seis de la mañana de ese día de mayo de 2009 aún no aclaraba por completo en el valle.
Sus contracciones se intensificaban, pero Denise Ntakirutimana estaba decidida a llegar a la clínica para tener a su bebé. Había dado a luz tres veces en casa, pero fueron experiencias dolorosas. El niño de su vecina murió al nacer, justo un día antes del nacimiento del primer hijo de Ntakirutimana.
ientras estaba aterrorizada en trabajo de parto durante toda la noche, la partera tradicional, que tenía poco entrenamiento y no podía comprar guantes, la revisaba demasiado a menudo, tratando de comprobar la posición del bebé. “Me decía que pujara todo el tiempo, incluso cuando no tenía contracciones”, recordó. “Eso me asustó mucho”. Dio a luz otros dos hijos en casa –uno murió de repente a los cinco meses– pero el miedo nunca desapareció.
Ntakirutimana supo por primera vez de los partos hospitalarios a través de una amiga, Judith Nsengiyandemye, antes de quedar embarazada de su cuarto hijo. Allí, las enfermeras disponían de guantes, monitores fetales y otros equipos, y solo le pedirían que pujara cuando el bebé estuviera listo para nacer. En caso de una emergencia, la clínica, a diferencia de las parteras tradicionales, llamaría una ambulancia para su traslado al hospital del distrito. Y el nacimiento sería gratuito.
De modo que cuando comenzó la labor de alumbramiento en las primeras horas de la mañana, Ntakirutimana, que ya había hecho tres visitas prenatales a la clínica, llamó a su madre para que la llevara allí a pie. “Fue muy difícil para mí”, rememoró. “Cuando sentía las contracciones, tenía que detenerme”.
Burundi, un “líder poco probable”
El hecho de que Ntakirutimana hiciera el viaje de todos modos es un avance notable para su comunidad indígena de pigmeos batwa, una minoría étnica que tradicionalmente tiene poco o ningún acceso a atención médica. Los batwa representan menos del 1% de la población de Burundi, un país sin litoral en el corazón de África, con una población de 8,6 millones de habitantes y un tamaño levemente más pequeño que el estado de Maryland, en Estados Unidos. Es uno de los países más pobres del mundo, con un producto interno bruto (PIB) per cápita de US$160. Pero, como demuestra el caso de Ntakirutimana, esta nación se ha convertido rápidamente en un líder “poco probable” en materia de financiamiento de la atención de salud.
Esa transformación se inició en 2006, justo después del fin de una guerra civil que duró 12 años. El Gobierno de Burundi se dio cuenta de que quizás no alcanzaría los ODM de las Naciones Unidas relacionados con la reducción de la mortalidad materna e infantil para 2015. Para acelerar el progreso, el Gobierno dictaminó la gratuidad de toda la atención médica de las embarazadas y los menores de 5 años.
Con el apoyo financiero y técnico del Banco Mundial, los Gobiernos de Noruega, el Reino Unido y otros donantes, Burundi modernizó su sistema de atención médica en abril de 2010. Las clínicas reciben ahora una retribución en base a su desempeño en la prestación de un paquete de servicios esenciales de salud materna e infantil. Una vez que se verifican los resultados de cada clínica, ingresan en un sistema automatizado en línea para los pagos.
Los resultados fueron impresionantes. Un año después de la puesta en marcha del programa, los centros sanitarios de todo el país registraron un aumento de 25% en los nacimientos. Mientras tanto, un 20% más de mujeres recibieron atención prenatal y 10% más de menores fueron vacunados. Además, la calidad de los servicios subió significativamente.
Estos cambios han ayudado a salvar la vida de muchas embarazadas y niños, y han contribuido a la reducción de la mortalidad en esos grupos vulnerables. En 2010, con un financiamiento basado en los resultados que cubría la mitad del país, Burundi registró 499 fallecimientos por cada 100.000 embarazadas, frente a 615 en 2005. Entre los menores de 5 años, el país registró 96 muertes por cada 1.000 nacidos vivos, frente a 176 en 2005, antes de que comenzara la reforma de la atención de salud.
“El Gobierno tomó la decisión de hacerse cargo de los menores de 5 años y las embarazadas”, dijo Nicayenzi Dieudonne, viceministro de Salud de Burundi y médico de salud pública. “El nuestro es un sistema de motivación y financiamiento basado en el desempeño”.