Desde que está en la cárcel, hace casi cuatro años, Daniel no ha dejado de pensar en su familia ni en el año 2022, cuando debe volver a ser libre. El tiempo no pasa lo suficientemente rápido en el penal de Quencoro, Cuzco, donde el joven cumple condena junto con otros 1.900 reclusos.
Pero desde que empezó hacer textiles típicos y venderlos fuera de la prisión, siente que está asegurando el sustento de su esposa e hijo hasta el día que lo pongan en libertad.
Daniel, de 30 años, es uno de los miles de reclusos que forman parte de nacientes programas de reinserción a través del empleo, que buscan restituir el verdadero significado a la palabra “rehabilitación” en uno de los sistemas penitenciarios más ineficientes del mundo.
Hacinamiento, corrupción, falta de control y reincidencia son solo algunos de los graves problemas que aquejan a las cárceles de América Latina.
Por ejemplo, los penales de El Salvador presentan una sobrepoblación de 334% (o tres veces más de lo planeado) y en Bolivia la cifra llega hasta el 263%. Perú ocupa el tercer lugar en este ranking, con una ocupación del 225%.
Solo el 45% de los reclusos tiene una sentencia judicial. Muchos crímenes en ciudades como Lima, Bogotá o Tegucigalpa son ideados desde la prisión y la mayoría de los internos vuelve rápidamente a los penales luego de su liberación, convirtiendo su reinserción a la sociedad en un rotundo fracaso, según los expertos.
Hay un divorcio entre el sistema judicial y el penal. Quienes hacen las leyes y quienes imparten justicia no suelen tomar en cuenta la capacidad de albergue de los penales, según admiten las propias autoridades.
“Los beneficios penitenciarios se recortan y las penas se endurecen, entran más internos de los que salen y los espacios disponibles apenas varían”, afirma José Luis Pérez Guadalupe, presidente del Instituto Nacional Penitenciario del Perú. Agrega que “además, una parte importante de la población penitenciaria todavía está esperando que un juez decida de manera definitiva si es o no culpable”.