En los tiempos de la pandemia de COVID-19, cuando las penurias y la incertidumbre han afectado a muchos sectores económicos en todo el mundo, incluida la producción de carne y leche, la manera en que Uruguay gestionó una crisis anterior permite albergar esperanzas de una recuperación sostenible. Uruguay, un país con 3.5 millones de habitantes, produce suficiente leche para abastecer a casi 20 millones de personas y es un importante exportador de dicho producto. Al mismo tiempo, es uno de los pocos países de la región de América Latina y el Caribe donde el agua es potable tanto en zonas urbanas como rurales, y las calcomanías adheridas en algunos lavatorios (“Uruguay, un país con agua corriente segura”) recuerdan a los consumidores que cuentan con este valioso activo nacional.
En las últimas décadas, sin embargo, las dos metas —leche de alta calidad y agua corriente segura— se han ido aproximando, cada vez más, a un punto crítico.
En marzo de 2013, tras muchos años de expansión de la industria láctea, los residentes de Montevideo descubrieron que el agua que salía de las canillas tenía mal olor y sabor. Aunque la floración algal solo sobrecargó temporalmente la capacidad de tratamiento de la empresa estatal de abastecimiento de agua y saneamiento (OSE), ese episodio puso de relieve el deterioro de la calidad del río Santa Lucía que abastece de agua potable a más de la mitad de los habitantes del país. En un análisis se estableció que la contaminación difusa de la cuenca hidrográfica, impulsada en gran parte por la ganadería, constituía el 80 % del problema.
La historia de la cuenca hidrográfica de Santa Lucía desde el incidente de 2013, y las inversiones realizadas para mejorar gradualmente la producción láctea, ejemplifican el viaje emprendido por el país para conciliar la agricultura con normas ambientales más estrictas. Ocurre en un momento en que los sistemas alimentarios, a nivel mundial, están sujetos a presiones para atender las crecientes expectativas de los ciudadanos en lo referente a la seguridad, la salud y el impacto ambiental de los alimentos y bebidas. Además, se han intensificado recientemente los estudios sobre el impacto de los animales en la salud humana a raíz de la naturaleza zoonótica del nuevo coronavirus.
La historia comienza en la parte posterior de una vaca, cuando esta expulsa en forma de efluentes todo lo que no ha digerido y utilizado para producir músculos y leche.
En el pasado, el productor lácteo Richard Irureta, cuyas 80 vacas pastan en un campo de 60 hectáreas en el departamento de Canelones, simplemente manguereaba los desechos que se suelen acumular sobre la superficie pavimentada cuando se ordeñan vacas, y dejaba que los efluentes se escurrieran tierra abajo hacia un pequeño arroyo que bordea su tambo. “Me gustaría que no fuese cierto, pero es la verdad”, reconoció Irureta durante una conversación en su predio en el mes de febrero. El productor de 47 años comenzó a trabajar en el sector lechero cuando tenía 10 años, junto a su padre.
Los residuos de efluentes no tratados provenientes de tambos contaminaron la cuenca del río Santa Lucía.
Hoy, el estiércol de sus vacas se canaliza hacia depósitos de decantación (o piletas). Luego, la mezcla de sustancias orgánicas líquidas y sólidas se rocía cuidadosamente sobre los pastizales utilizando un sistema de bombeo. En otras palabras, el abono rico en nutrientes, un subproducto de la industria láctea que causa problemas cuando da lugar a eutrofización o cianobacterias en el agua, ahora se recoge y recicla en forma de fertilizante natural, contribuyendo así al crecimiento de cultivos y pastizales sanos.