En Etiopía, el 81% de las mujeres piensa que hay muchas razones por las cuales un esposo puede golpear a su esposa. En Guinea, el 60% cree que es razonable que su cónyuge le pegue por negarse a mantener relaciones sexuales.
Aunque las estadísticas nos den que pensar, no son nuevas. La violencia contra las mujeres es endémica en todo el mundo, tanto en sociedades ricas como pobres.
Además del obvio daño físico y emocional que causa a las mujeres y las niñas, el maltrato es desestabilizador y deshumanizante para las familias y las comunidades.
También hay un costo económico para las sociedades y los países, que se deriva de ese primer golpe propinado a una mujer o un niño.
Pero ¿cuál es el verdadero precio de esta violencia? El hecho es que nadie lo sabe a ciencia cierta. Los datos y métodos de estimación de la prevalencia y consecuencias del maltrato contra las mujeres y niñas en los países en desarrollo –e incluso en las naciones desarrolladas– son escasos.
Ha llegado el momento de aprovechar el impulso y demostrar que este tipo de violencia no es solo una cuestión de derechos humanos o salud pública, sino un asunto económico y de desarrollo, que ralentiza el crecimiento y socava los esfuerzos para reducir la pobreza.
Es por eso que el Banco Mundial y otras instituciones están invirtiendo en formas que permitan recoger todos los costos de la violencia: el dolor y el sufrimiento, la carga sobre el sistema de salud y otros servicios, el sistema de justicia, la pérdida de salarios y productividad, así como los impactos en la próxima generación.
La tarea no es sencilla, pero tenemos algunas ideas. Un estudio realizado hace 10 años en Australia estimó el costo anual de la violencia doméstica en US$8.400 millones, y otro del Reino Unido en US$42.000 millones. Estas cifras incluyen las repercusiones más amplias del dolor y el sufrimiento en los niños.
En Chile, se valoró la pérdida de capacidad productiva de las mujeres en US$1.700 millones y en Nicaragua en US$34 millones. Los costos médicos directos sumados a los perjuicios en materia de productividad oscilan anualmente entre el 1,6% y el 2% del producto interno bruto (PIB), lo que equivale aproximadamente al promedio del gasto público anual en educación primaria en una serie de países en desarrollo.
Recientemente en Viet Nam, una investigación de ONU Mujeres analizó no solo la pérdida de ingresos y los gastos extras de la mujer –para tratamiento médico, apoyo policial, asistencia jurídica, asesoramiento y respaldo judicial–, sino también los gastos de escolaridad perdidos, dado que los niños faltan a la escuela debido a la violencia que sufren sus madres. ¿El costo? Casi el 1,4% del PIB de este país.
Y esa cifra bien puede ser conservadora. Muchas mujeres no denuncian la violencia y muchos estudios no reflejan los costos a largo plazo o los efectos sobre la siguiente generación.
Esos impactos pueden ser dañinos. La evidencia sugiere que las personas que son testigos de violencia doméstica durante su infancia tienden a repetirla en su adultez. Los hombres que vieron actos violentos cuando eran niños tienen entre 2 a 3 veces más probabilidades de cometer maltratos en su edad adulta. Por su parte, las mujeres que presenciaron actos de ese tipo cuando eran pequeñas, es más probable que se conviertan en víctimas cuando sean mayores.
Además, la investigación médica realizada en el mundo desarrollado ha establecido un vínculo entre la exposición a la violencia en la niñez y los problemas de salud en la edad adulta. Los niños estadounidenses que provienen de un hogar violento tienen entre 2 a 3 veces más probabilidades de padecer un cáncer, un accidente cerebrovascular o una cardiopatía y de 5 a 10 veces más probabilidades de sufrir de alcoholismo.
De modo que no solo el costo actual de la violencia es lo que importa. Es necesario también pensar en los costos futuros para los sistemas de salud.
Entonces, ¿qué hace falta para romper este círculo? Sabemos que no hay un enfoque único para terminar con la violencia contra las mujeres y niñas. Es necesario actuar en varios frentes. Necesitamos leyes eficaces que respondan mejor a las necesidades del género femenino. Debemos contar con un respaldo rápido e integrado para las víctimas, con líneas telefónicas directas, refugios de emergencia, atención psicológica, programas que ayuden a las mujeres a ser económicamente independientes, y servicios de bienestar infantil. Precisamos campañas de educación y sensibilización para tratar de cambiar la percepción pública de que la violencia es aceptable o que puede seguir ocurriendo a puertas cerradas.
Todas estas medidas requieren esfuerzos coordinados. Sin embargo, los costos de la acción son mucho menores que las consecuencias de la falta de acción.
En un mundo perfecto no necesitaríamos poner un precio a la violencia doméstica para poder pararla. Se detendría porque es inadmisible. En nuestro mundo imperfecto, puede ser que el precio finalmente convenza a los responsables de formular las políticas, las comunidades y las sociedades de tomar en serio este problema.
Necesitamos conversar ahora sobre el costo. Un esfuerzo conjunto para recopilar los costos de la violencia contra las mujeres y las niñas puede arrojar luz sobre el hecho de que todos nosotros —contribuyentes, empresas y Gobiernos— pagamos un precio con cada puñetazo, puntapié y violación. Esto no es solo violencia doméstica; en última instancia, es violencia nacional y nos daña a todos.