El Banco Mundial, junto con líderes de política e investigadores de más de 15 países de todas las regiones del mundo, ha recogido experiencias y desarrollado un marco práctico para construir capitales que funcionen mejor.
Algunos aman las ciudades. Otros las odian, o las aman y las odian, todo en un mismo día. Aquellos que las aman, ven en ellas los contrastes, las historias que convergen y los intercambios culturales; ven lugares donde la alta concentración de población y actividad económica abre las puertas a oportunidades no sospechadas.
Entienden que la cercanía que viene con la densidad de las ciudades, propicia también la innovación y permite ahorros de mayores volúmenes de producción por la cercanía entre empresas.
Aquellos que las odian, destacan los demonios que siempre las acompañan. Demonios de contaminación, de congestión, de crimen.
Porque la densidad, que permite la interacción innovadora entre trabajadores y empresas, puede también llevar a altos niveles de congestión cuando la infraestructura vial no es apropiada, así como facilitar la propagación de enfermedades contagiosas cuando los sistemas de acueducto y alcantarillado no cubren a toda la población y cuando los centros de salud son insuficientes.
Las ciudades colombianas no son una excepción a esta dualidad.
Algunas han sido reconocidas en el mundo por ser innovadoras. Medellín es un ejemplo, como lo demostró el reciente reconocimiento que le dio el Wall Street Journal por sus esfuerzos para fortalecer la economía, planear la ciudad de manera coordinada y eficiente, e integrar diferentes áreas de la ciudad.
Sin embargo, las ciudades colombianas son también centros de contrastes que hacen que cada una de ellas se divida por lo menos en dos grupos.
El de una población que enfrenta retos diarios para llegar a sus lugares de trabajo y acceder a bienes y servicios básicos; y el de la ciudad opulenta donde la actividad económica florece y para la cual el acceso a los bienes y servicios esta garantizado.
En esto las ciudades de Colombia no están solas; la gran mayoría de las ciudades latinoamericanas enfrentan grandes brechas que separan a la población por niveles de ingreso y que algunas veces se convierten en trampas que impiden a los pobres mejorar sus condiciones de vida. Estas barreras limitan las interacciones entre individuos y empresas, limitando los beneficios que puede traer la densidad de las ciudades.
Pero no tiene que ser así. La pregunta es cómo podemos fortalecer lo positivo de las ciudades, manteniendo bajo control los demonios que las acompañan.