Si la epidemia de ébola que está causando estragos en Guinea, Liberia y Sierra Leona hubiera ocurrido en la ciudad de Washington, Nueva York o Boston, no cabe duda de que con los sistemas sanitarios existentes se lograría contener y, posteriormente, eliminar la enfermedad.
En los hospitales se aislaría a los pacientes sospechosos de haber contraído el virus. A los trabajadores de la salud se les suministrarían trajes y equipos protectores adecuados. Los médicos y el personal de enfermería brindarían cuidados de apoyo eficaces a los pacientes, como tratamiento integral de la deshidratación, la alteración de la función renal y hepática, los trastornos hemorrágicos y las alteraciones electrolíticas. Los laboratorios eliminarían en debida forma los materiales peligrosos, y a través de un centro de control de salud pública se impartirían las medidas de respuesta y se informaría claramente al público acerca del brote de ébola.
El ébola se propaga por contacto físico directo con fluidos corporales infectados, por lo que es menos transmisible que una enfermedad como la tuberculosis, que se disemina por el aire. Cuando se cuenta con un sistema sanitario que funciona adecuadamente, es posible frenar la transmisión del ébola y, en nuestra opinión, salvar la vida de la mayoría de las personas que contraen la enfermedad.
Entonces, ¿por qué no está ocurriendo esto en África occidental, donde ya han muerto más de 1500 personas?
Mientras los grupos internacionales retiran a su personal de esos tres países, las aerolíneas suspenden los vuelos comerciales y los países vecinos cierran sus fronteras, hay quienes han expresado que será casi imposible contener el brote — que los sistemas de salud pública son demasiado débiles, que el costo de una atención eficaz es demasiado alto y que no hay suficientes trabajadores de la salud.
Sin embargo, hasta ahora todos los demás brotes de ébola se habían frenado, y el brote actual en África occidental también puede detenerse. La crisis que estamos presenciando no se debe tanto al propio virus, sino más bien a prejuicios con consecuencias fatales y basados en la falta de información que han llevado a una respuesta desastrosamente inadecuada ante el brote del virus.
Lamentablemente, estos prejuicios persisten, a pesar de las pruebas que los desmienten una y otra vez.
Hace apenas 15 años, los expertos occidentales decían con confianza que era muy poco lo que los países ricos podían hacer para detener la crisis mundial del sida, que estaba matando a millones de personas en África y otros lugares del mundo.
Hoy en día, gracias a la iniciativa del presidente George W. Bush y a la campaña impulsada por él y por una coalición bipartita de los miembros del Congreso de los Estados Unidos, valerosas organizaciones confesionales e investigadores de entidades públicas estadounidenses, como Tony Fauci y Mark Dybul, más de 10 millones de africanos están recibiendo tratamiento que les ha salvado la vida.
Durante años se ha usado el argumento de no tomar medida alguna como una excusa para no emprender un esfuerzo orientado a controlar la tuberculosis, el paludismo y muchas otras enfermedades resistentes a los medicamentos que afligen principalmente a los pobres.
Pero la realidad es esta: la actual crisis de ébola es reflejo de las desigualdades de acceso a atención básica de la salud que datan desde hace mucho tiempo y van en aumento. Guinea, Liberia y Sierra Leona carecen del personal, los implementos y los sistemas necesarios para frenar el brote con sus propios medios. Según el ministro de salud de Liberia, antes del brote, el país solo contaba con 50 médicos en establecimientos de salud públicos para una población de 4,3 millones de habitantes.
Parece detener esta epidemia, necesitamos una respuesta de emergencia de la misma magnitud que el problema. Necesitamos que las organizaciones internacionales y los países con poder económico que poseen los recursos y los conocimientos necesarios tomen la decisión y se asocien con los Gobiernos de África occidental para montar una respuesta seria y coordinada, como la presentada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su hoja de ruta para responder al brote de ébola.
Muchas personas están muriendo innecesariamente. A lo largo de la historia, en ausencia de una atención eficaz, las infecciones agudas comunes se han caracterizado por una alta tasa de mortalidad. Lo mismo está ocurriendo hoy con el ébola en África.
En 1967, un brote de fiebre hemorrágica de Marburgo — enfermedad similar al ébola — en Alemania y Yugoslavia tuvo una tasa de mortalidad del 23 %. Compárese esa tasa con una mortalidad del 86 % de los casos en toda África al sur del Sahara desde esa época. La diferencia es que Alemania y Yugoslavia contaban con servicios de salud que funcionaban adecuadamente y con los recursos para tratar a los pacientes en forma eficaz. Los países de África occidental afectados por el ébola en la actualidad no tienen ni lo uno ni lo otro.
Con una decidida respuesta de salud pública liderada por las Naciones Unidas, la OMS, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y otras naciones prósperas, se podría contener el virus; la tasa de mortalidad — que según las estimaciones más conservadoras sobrepasa el 50 % en el brote actual — se reduciría drásticamente, tal vez a menos del 20 %.
Nos encontramos en un momento peligroso en estos tres países de África occidental: todos ellos son Estados frágiles que han registrado un sólido crecimiento económico en los últimos años, tras décadas de guerras y una gestión de gobierno deficiente. Sería un escándalo permitir que esta crisis continuara aumentando, cuando tenemos los conocimientos, las herramientas y los recursos para detenerla. La vida de decenas de miles de personas, el futuro de la región, y los progresos económicos y en materia de salud que tanto ha costado conseguir para millones de personas penden de un hilo.
Este artículo se publicó originalmente en The Washington Post.