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El crecimiento económico de Uruguay en las últimas décadas ha impulsado importantes avances en reducción de pobreza y mejora del bienestar para una gran parte de la población. Basado en un amplio acuerdo social, se universalizó el acceso a los servicios públicos básicos, mientras los más vulnerables fueron protegidos por importantes programas de protección social. Sin embargo, persisten importantes focos de exclusión. Los afrouruguayos, los hogares con jefatura femenina, las personas con discapacidad y las personas transgénero tienen peores indicadores económicos, de vivienda, laborales y de salud que la población general. Asimismo, la segregación espacial en asentamientos informales refuerza ciclos de pobreza crónica que los afectan.
Para zanjar estas brechas, Uruguay necesita una estrategia multidimensional. Se requiere un mayor énfasis en el desarrollo de capital humano para que los jóvenes de hogares vulnerables accedan a mejores puestos de trabajo y rompan con los ciclos de exclusión. Las políticas sociales deberían ampliar sus enfoques y apartarse de las intervenciones de corto alcance, y moverse hacia un esfuerzo integral que aborde la alta concentración geográfica de la exclusión. Estas intervenciones son importantes no sólo para las minorías excluidas, sino que son vitales en el contexto de una creciente demografía envejecida. Deben abordarse todas las oportunidades posibles de eficiencia para contrarrestar los efectos de las tasas de mayor dependencia y discapacidad y el déficit en la potencial productividad de los futuros trabajadores, que son los niños de hoy, y que están sobrerrepresentados entre los más pobres debido a su raza, su identidad sexual y género o sus capacidades diferentes.